Dicen los geniales “Les luthiers” que “la esclavitud no se abolió, se cambió a ocho horas diarias”.
Si entendemos como esclavitud el vínculo por el cual una persona es expropiada del fruto de su esfuerzo sin que el dicho expropiado tenga posibilidad de romper ese vínculo, cualquier trabajo remunerado deja de ser esclavitud. No sólo percibimos en dinero una retribución por nuestro esfuerzo sino que además tenemos la opción (aunque con diversos grados) de disolver ese vínculo.
Por tanto, una situación de esclavitud sólo cabría si se nos quitara todo o parte del fruto de nuestro esfuerzo sin que pudiéramos evitarlo. Eso es exactamente lo que ocurre con los impuestos.
Habrá quien objete que los impuestos nos son devueltos en bienes y servicios necesarios. Sería un razonamiento aceptable si no observáramos despilfarro en casi todas las partidas del Gasto Público. No es igual de necesario un aeropuerto que las luces que engalanan las ciudades en determinadas fiestas ni una vía de ferrocarril que los sueldos de políticos y funcionarios de dudosa utilidad ni las vacunas contra la gripe que las televisiones y radios públicas que rinden pleitesía a los políticos de turno.
También habrá quien diga que voluntariamente podemos disolver el vínculo que nos encadena a un Estado. Pero es falso, puesto que de mudarnos a otro Estado, sólo cambiaremos un marco impositivo por otro. El mero desempeño de las actividades básicas del individuo está gravado por impuestos: trabajar (IRPF y Seguridad Social), adquirir bienes y contratar servicios (IVA), ahorrar (IRPF de nuevo), procurarse alojamiento (IVA, Impuesto sobre el Patrimonio, IBI), trasladarse (impuestos sobre combustibles, tasas, precios públicos…), dejar bienes a sus herederos o donarlos en vida (Impuesto de sucesiones y donaciones), celebrar contratos con otros (ITPAJD, tasas notariales y registrales)…
Si entendemos como esclavitud el vínculo por el cual una persona es expropiada del fruto de su esfuerzo sin que el dicho expropiado tenga posibilidad de romper ese vínculo, cualquier trabajo remunerado deja de ser esclavitud. No sólo percibimos en dinero una retribución por nuestro esfuerzo sino que además tenemos la opción (aunque con diversos grados) de disolver ese vínculo.
Por tanto, una situación de esclavitud sólo cabría si se nos quitara todo o parte del fruto de nuestro esfuerzo sin que pudiéramos evitarlo. Eso es exactamente lo que ocurre con los impuestos.
Habrá quien objete que los impuestos nos son devueltos en bienes y servicios necesarios. Sería un razonamiento aceptable si no observáramos despilfarro en casi todas las partidas del Gasto Público. No es igual de necesario un aeropuerto que las luces que engalanan las ciudades en determinadas fiestas ni una vía de ferrocarril que los sueldos de políticos y funcionarios de dudosa utilidad ni las vacunas contra la gripe que las televisiones y radios públicas que rinden pleitesía a los políticos de turno.
También habrá quien diga que voluntariamente podemos disolver el vínculo que nos encadena a un Estado. Pero es falso, puesto que de mudarnos a otro Estado, sólo cambiaremos un marco impositivo por otro. El mero desempeño de las actividades básicas del individuo está gravado por impuestos: trabajar (IRPF y Seguridad Social), adquirir bienes y contratar servicios (IVA), ahorrar (IRPF de nuevo), procurarse alojamiento (IVA, Impuesto sobre el Patrimonio, IBI), trasladarse (impuestos sobre combustibles, tasas, precios públicos…), dejar bienes a sus herederos o donarlos en vida (Impuesto de sucesiones y donaciones), celebrar contratos con otros (ITPAJD, tasas notariales y registrales)…
Ciudadano egoísta y evasor de impuestos disfrutando de su insolidaridad.
Ingenuamente se puede alegar que podemos dejarlo todo e irnos a vivir en una montaña, cultivando nuestro alimento y desplazándonos sólo a pie. Pero para la cancelación de nuestras situaciones jurídicas ya tendríamos que pagar impuestos y no podríamos construir nuestra cabaña donde quisiéramos, puesto que sólo podemos edificar donde nos diga la administración de turno, esto es, el Estado. Seguro que al talar para obtener madera para levantar nuestro refugio también cometeríamos alguna infracción.
Bien, podríamos habitar una cueva, dirá alguien. Cierto pero en cuanto queramos negociar con otros es más que probable que volvamos a sumergirnos en el “imperium” del Estado. Se acaba haciendo evidente que la cesación de toda esclavitud obliga a que renunciemos a gran parte de nuestras actividades. En el mejor de los casos, acabamos concluyendo que es inevitable una cuota de esclavitud a cambio del desempeño de la vida en sociedad. Lo normal es considerar señal de progreso y desarrollo la reducción de esa cuota de esclavitud, pero vemos que en no pocos ámbitos dicha cuota sólo cambia de formato para aumentar proporcionalmente al desarrollo hipertrófico del Estado –que llaman “del bienestar”-.
Con el actual marco impositivo, la mayoría de españoles trabajan entre los 3 y 4 primeros meses del año para el Estado. Si decía SaRtre que “el infierno son los otros”, aquí podemos decir que “el Estado son los otros”. Si usted trabaja 8 horas al día, en torno a 3 las trabaja para otros (que no le pagan) y el resto corresponde ya a su relación laboral por la cual es remunerado a cambio de su esfuerzo. Esto supone 7 días y medio al mes en una jornada laboral de 40 horas semanales. Siete días y medio al mes en los que se le expropia el fruto de su esfuerzo en ese tiempo.
Cuantos más impuestos, más horas al día, días al mes y meses al año trabajamos para otros sin que medie contrato voluntario ni posibilidad de evadirlo. El fraude fiscal surge, por tanto, mucho más de la querencia de disponer (conservar) lo que es nuestro que de la ambición o insolidaridad.
Un ciudadano español con su trabajo mantiene a su ayuntamiento. Si tiene la mala suerte de que éste pertenece a alguna mancomunidad, también cargará a sus espaldas con dicho ente porque, ¿creen que los ayuntamientos mancomunados gastarán menos para sufragar la mancomunidad? No, lo más probable es que suban los impuestos existentes o creen otros nuevos.
Si el ciudadano reside en una región no uniprovincial, sufragará también a la Diputación Provincial y a la Comunidad Autónoma (puede que también a alguna comarca en la que su municipio esté inscrito). Por supuesto, nuestro esforzado ciudadano sostiene también al Estado Central y –por si fuera poco- a la Unión Europea. Añadan un siempre creciente enjambre de instituciones no territoriales, empresas públicas y hasta fundaciones. Y si quiebra algún banco por culpa de la suicida política monetaria seguida por los gobiernos, allí acudirán los políticos a rescatarlo con nuestro dinero.
* * *
El ayuntamiento de Madrid ha anunciado un incremento de impuestos a sus contribuyentes, haciéndoles así, un poco más esclavos.
Si a usted se le ocurre bordear la legislación fiscal para optimizar sus ingresos o consumir menos con la aviesa intención de ahorrar, es usted un insolidario.
Bienvenido a la solidaridad obligatoria de los esclavos con los esclavistas.
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