Sin duda sería grosero aplicar de manera estricta los principios liberales a un deporte. Pero existen modos de comportamiento que se acercan o se alejan más del Liberalismo y que suelen tener los mismos efectos sea cual sea el entorno donde se aplican.
Veamos el ciclismo. Un deporte acosado por sus miserias internas, con su honorabilidad puesta en duda desde hace más de una década y con la permanente sensación de que todos hacen trampas pero unos logran que no les pillen y otros no, se enfrenta ahora a un nuevo debate: el pinganillo. Se trata del auricular por el que el director del equipo ordena a sus ciclistas lo que deben hacer. Roba la espontaneidad del corredor y convierte en factótum a un tío que va toda la etapa en el coche con el aire acondicionado. Evidentemente, resta espectacularidad a la competición.
Hete aquí que la organización del Tour, acostumbrada a hacer y deshacer a su antojo usando a la UCI (Unión Ciclista Internacional) como palmero o báculo de conveniencia, decide probar en dos etapas la supresión del pinganillo de la discordia. Es lo que podemos considerar una práctica intervencionista, incluso aunque como espectadores la veamos como fomentadora del espectáculo. Pero dicho intervencionismo "de buena voluntad" suele tener efectos casi tan malos como el intervencionismo de voluntad menos buena: lograr un escenario peor que el que se quería evitar. De la misma manera que los rescates bancarios impiden el saneamiento del sistema financiero, perpetúan a las entidades menos eficaces y engrosan el déficit público, la supresión del pinganillo logró, en vez de aumentar el espectáculo aniquilarlo por completo. Los equipos pactaron una etapa al ralentí, podríamos decir que "coludieron" para sabotear la competencia, renunciaron a competir entre ellos, arruinando el fruto deseado: la espectacularidad.
Aquí, los equipos ciclistas, especialmente sus directores, se comportan como "lobbys" que no quieren ceder su poder aunque eso suponga perjudicar a su cliente último (que es el espectador). El organismo central que interviene, en vez de propiciar un acuerdo, lo hace mediante un mandato improvisado y torpe (como las medidas anticrisis de los Gobiernos) que no tiene en cuenta la reacción de los agentes a quienes se les impone el mandato. Finalmente, el máximo perjudicado es el que se tiró un par de horas viendo una etapa prescindible y sin historia, de la misma manera que es el ciudadano quien suele ser el más dañado por las intervenciones continuas del Estado, incluso las bienintencionadas.
Sinceramente, en el asunto del pinganillo yo veo una clara moraleja sobre la ineficacia de las medidas intervencionistas incluso cuando son útiles "prima facie".
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