lunes, 23 de noviembre de 2009

La Europa que no se toma en serio a sí misma.

Hubo un sueño llamado Europa.

La esencia del continente, excelsa cuna de tantísimo y violenta tumba de demasiados, cabalga a través de los milenios, no sólo inasible, sino inefable, poliédrica e indescifrable.

Tras la Segunda Guerra Mundial, el sueño quiso echar raíces sobre un suelo plagado de cadáveres y escombros. Los europeos se dieron primero un abrazo hecho de carbón y acero, con la CECA. Después, el club se amplió y posaron juntos bajo una corona de laurel en el Tratado de Roma. Luego vino la Economía, el Mercado común que repartió prosperidad e hizo del comercio la norma y de la violencia la excepción. La CEE se abrió a la península ibérica y los españoles entramos por fin en la ansiada Europa, tan esquiva a nosotros (y nosotros a ella) durante tantos siglos.

Como una rodante bola de nieve, los años le regalaron un creciente volumen. Los países europeos guerreaban ya sólo en el verdoso pasto futbolístico, con la sangrante excepción de la pesadilla balcánica (aquí al lado), de la cual queríamos alejarnos con la excusa de que no formaban parte del club. Un club que escogió el tamaño antes que la eficacia. Un abrazo más estrecho, pero del que no todos participaron, se realizó al sacrificar monedas nacionales en pos de una comunitaria. Y la hipertrofia, lejos de detenerse, se aceleró. Ahora somos 27. Una descomunal potencia pseudo-confederal. Descomunal por lo gigantesco de sus aparatos estatales y supraestatales. En eso, somos la primera potencia. Nadie nos gana. En otras cosas... bueno... mejor no hablar.

Se nos decía que el abrazo sería más eficaz, que nos daría más calor, tras la aplicación del desdichado Tratado de Lisboa. Ha llovido tanto desde su aprobación que los líderes que lo diseñaron ya no están. Quienes tienen que aplicarlo, no lo sienten como su criatura y se rebelan contra él como el joven que no oculta suspicacias ante la herencia dejada por un padre con el que no se llevaba bien.

Las grandes naciones tienen claro que la Unión Europea es un instrumento, no un fin. Un instrumento peligroso, ya que puede volverse en su contra. Por eso hay que tenerlo controlado. Recientemente se han escogido a dos políticos sin renombre como "líderes" (es un modo de hablar) de la Unión. El premier belga (hacedor de haikus) Herman van Rompuy será el "Presidente" de la Unión europea y la laborista inglesa Catherine Ashton (hasta ahora Comisaria Europea de Comercio) será la "Alta representante de Política Exterior". Los nombres de los puestos son rimbombantes para la verdadera importancia que tendrán.

De este parto oscuramente conchabado en los pasillos de Bruselas podemos deducir no pocas cosas:

1) Por si alguien aún tenía dudas, la democracia en la UE es un estorbo. Hasta en tres ocasiones se ha votado NO en referendums sobre el Tratado de Lisboa en países miembros y aún así se pondrá en marcha dicho Tratado. Disminuido, sí, pero se saca adelante.

2) La Unión Europea ha quedado como una instancia donde diluir responsabilidades nacionales, una enorme ubre estatista a la que pedir dinero unas veces y echar las culpas otras.

3) Los conservadores-democristianos y los socialdemócratas europeos no confrontan ideas sino que se turnan en el ejercicio del poder con la excusa del consenso. De los dos cargos elegidos (que no electos), uno es para un bloque (van Rompuy, conservador) y otro para el "contrario" (Ashton, laborista / socialdemócrata). Queda claro que ambos bloques son como las dos hojas de una tijera, complementarias y confrontadas sólo en apariencia.

Pero la cuarta y la que me parece más importante es la curiosa repetición de la Historia. En un continente de tanto pasado como Europa, es sencillo encontrar precedentes de casi cualquier cosa. El acuerdo entre Merkerl y Sarkozy con la anuencia de Brown y la sumisa expectación de dos docenas de países me recuerda a la manera en la que se elegía al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. En la mayoría de las ocasiones, los príncipes escogían siempre al candidato más cómodo, al mediocre que no daría problemas, al individuo sin más ambición que la ostentación pasiva del cargo, aquel que no amenazaba las decisiones territoriales. Se escoge a alguien con la intención de que no sea eficaz, por miedo a que lo sea. Porque Europa no se toma en serio a sí misma, o al menos al proyecto neblinoso que se supone que nos tiene que ilusionar, emocionar, aquel del que nos piden que estemos orgullosos y seamos entusiastas.

Si ni siquiera ellos se lo toman en serio, si orillan las voces de los pueblos que hablan en referendums cuando dan respuestas que no les gustan, si traicionan los supuestos principios que informan la Unión, si ellos son los primeros en reírse de Europa, ¿cómo quieren que nosotros nos la tomemos en serio?

Y eso que ellos -los políticos "eurócratas"- ganan (mucho) dinero con ello. A nosotros, encima, nos sale carísimo.

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